Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
HISTORIA VERDADERA DE LA CONQUISTA DE LA NUEVA ESPAÑA, I



Comentario

Cómo tuvimos nuestro real asentado en unos pueblos y caseríos que se dicen Teoacingo o Teuacingo, y lo que allí hicimos


Como nos sentimos muy trabajados de las batallas pasadas y estaban muchos soldados y caballos heridos, y teníamos necesidad de adobar las ballestas y alistar almacén de saetas, estuvimos un día sin hacer cosa que de contar sea; y otro día por la mañana dijo Cortés que sería bueno ir a correr el campo con los de a caballo que estaban buenos para ello, porque no pensasen los tlascaltecas que dejábamos de guerrear por la batalla pasada, y porque viesen que siempre los habíamos de seguir; y el día pasado, como he dicho, habíamos estado sin salirlos a buscar, e que era mejor irles nosotros a acometer que ellos a nosotros, porque no sintiesen nuestra flaqueza; y porque aquel campo es muy llano y muy poblado. Por manera que con siete de a caballo y pocos ballesteros y escopeteros, y obra de doscientos soldados y con nuestros amigos, salimos y dejamos en el real buen recaudo, según nuestra posibilidad, y por las casas y pueblos por donde íbamos prendimos hasta veinte indios e indias sin hacerles ningún mal; y los amigos, como son crueles, quemaron muchas casas y trajeron bien de comer gallinas. y perrillos; y luego nos volvimos al real, que era cerca. Y acordó Cortés de soltar los prisioneros, y se les dio primero de comer, y doña Marina y Aguilar les halagaron y dieron cuentas, y les dijeron que no fuesen más locos, e que viniesen de paz que nosotros les queremos ayudar y tener por hermanos: y entonces también soltamos los dos prisioneros primeros, que eran principales, y se les dio otra carta para que fuesen a decir a los caciques mayores, que estaban en el pueblo cabecera de todos los demás pueblos de aquella provincia, que no les veníamos a hacer mal ni enojo, sino para pasar por su tierra e ir a México a hablar a Montezuma; y los dos mensajeros fueron al real de Xicotenga, que estaba de allí obra de dos leguas, en unos pueblos y casas que me parece que se llamaban Tecuacinpacingo; y como les dieron la carta y dijeron nuestra embajada, la respuesta que les dio su capitán Xicotenga "el mozo" fue que fuésemos a su pueblo, adonde está su padre; que allá harían las paces con hartarse de nuestras carnes y honrar sus dioses con nuestros corazones y sangre, e que para otro día de mañana veríamos su respuesta; y cuando Cortés y todos nosotros oímos aquellas tan soberbias palabras, como estábamos hostigados de las pasadas batallas e encuentros, verdaderamente no lo tuvimos por bueno, y a aquellos mensajeros halagó Cortés con blandas palabras, porque les pareció que habían perdido el miedo, y les mandó dar unos sartalejos de cuentas, y esto para tornarles a enviar por mensajeros sobre la paz. Entonces se informó muy por extenso cómo y de qué manera estaba el capitán Xicotenga, y qué poderes tenía consigo, y le dijeron que tenía muy más gente que la otra vez cuando nos dio guerra, porque traía cinco capitanes consigo, y que cada capitanía traía diez mil guerreros. Fue desta manera que lo contaba, que de la parcialidad de Xicotenga, que ya no veía de viejo, padre del mismo capitán venían diez mil, y de la parte de otro gran cacique que se decía Mase-Escaci, otros diez mil, y de otro gran principal que se decía Chichimecatecle, otros tantos, y de otro gran cacique señor de Topeyanco, que se decía Tecapaneca cincuenta mil, e de otro cacique que se decía Guaxocingo, otros diez mil; por manera que eran a la cuenta cincuenta mil, y que habían de sacar su bandera y seña, que era un ave blanca, tendidas las alas como que quería volar, que parece como avestruz, y cada capitán con su divisa y librea; porque cada cacique así las tenía diferenciadas. Digamos ahora como en nuestra Castilla tienen los duques y condes; y todo esto que aquí he dicho tuvímoslo por muy cierto, porque ciertos indios de los que tuvimos presos, que soltamos aquel día, lo decían muy claramente, aunque no eran creídos. Y cuando aquello vimos, como somos hombres y temíamos la muerte, muchos de nosotros y aun todos los más, nos confesamos con el padre de la Merced y con el clérigo Juan Díaz, que toda la noche estuvieron en oír de penitencia y encomendándonos a Dios que nos librase no fuésemos vencidos; y desta manera pasamos hasta otro día; y la batalla que nos dieron, aquí lo diré.